Palabras de Melibea Ruth Roffo durante el acto por el vigésimo aniversario de la promoción 1983 del CNBA

Infinitas veces me han preguntado: “¿Es difícil entrar al Buenos Aires?” Mi respuesta era siempre la misma: “Lo difícil no es entrar sino permanecer”. Esta afirmación, como todo enunciado, tiene un sentido manifiesto y por ende trivial, y otro latente, oscuro, y por momentos lindante con el horror. En relación a la primera verdad, la manifiesta, todos sabemos a qué me refiero, y podríamos hablar durante horas de ella. Las noches eternas sin dormir por las entregas de los dibujos técnicos, los cuatrimestrales de química, las monografías de literartura y, por qué no, las de latín: y Virgilio en el bimilenario de su muerte. Anécdotas, historias, recuerdos, en fin, todo aquello que fue necesario realizar con mucho esfuerzo y sacrificio para “permanecer”. Pero no me quiero referir hoy a esta vertiente del enunciado. Estoy aquí, frente a todos ustedes, para dar testimonio de la “otra verdad”, la más siniestra.

En aquellos años, “permanecer” para mí fue sinónimo de sobrevivir, y sobrevivir con la condición de callar. Todos recordarán esa inefable máxima de los años más negros de nuestra historia argentina: “El silencio es salud”. Hoy, como psicoanalista, sé que el silencio no sólo no es salud, sino que además es causa de enfermedad, patología, o en el mejor de los casos, expresión muda de un síntoma reprimido. Y he aquí la paradoja: simultáneamente en aquellos años el silencio era condición fundamental de supervivencia.

Haré un poco de historia, intentando ser más clara, y por primera vez después de veinteséis años hablaré dentro de esta casa de lo que fue necesario callar. Les digo que aún hoy me resulta difícil y, por qué no decirlo, en un punto me parece increíble poder hacerlo, aunque ya no imposible.

El 24 de noviembre de 1977, exactamente trece días antes del examen de ingreso, las fuerzas del horror al servicio del terrorismo de Estado se llevaron de casa a mi madre, con quien vivíamos mi hermana menor y yo. Uno de sus grandes sueños por esos días era que yo ingresara a “El Colegio”. Nunca supo que ingresé, ni mucho menos, que logré graduarme; así como yo nunca supe ni cómo, ni cuándo, ni dónde la asesinaron.

Y comenzamos las clases en marzo del '78. Entre otros trámites burocráticos debimos completar una ficha personal en la que figuraban los siguientes ítem: Nombre de la madre: Beatriz Arango. Vive: sí, escribí en mi ficha. Lugar: Córdoba, continué escribiendo. Y ¿por qué, por qué mentir? Por dos motivos. En primer lugar porque las personas o sus cuerpos no desaparcen, en algún lugar están, aunque desconozcamos en dónde. Y en segundo lugar, porque era necesario mentir, callar, silenciar por todos los medios la verdad. Ser hija de una desaparecida y alumna del Nacional de Buenos Aires era demasiado “subversivo” en aquellos tiempos, y el riesgo de decir la verdad era el de correr con la misma suerte que ella, es decir, morir.

Sé que escuchar estos testimonios impacta, pero no es esa mi intención, ni mucho menos. Hoy simplemente quiero que sepan que el silencio al que nos vimos sometidos los sobrevivientes fue mucho más doloroso y siniestro que el hecho en sí, es decir, en mi caso, esa noche del 24 de noviembre. Y más difícil y complejo aún si una era alumna de éste, nuestro Colegio, que, como todos sabemos, generalemnte representa en miniatura a los poderes de nuestra sociedad.

Sin embargo, y felizmente, tengo otra versión (siempre existe más de una) de mi paso por estas aulas. Y debo decirlo, si tuviera que volver a elegirlas lo volvería a hacer, no sólo porque fue un sueño que discutimos ampliametne con mi madre antes de afrontar la tarea del curso de ingreso; lo haría además, y sobre todo, porque aquí aprendí lo más importante que se puede aprender en relación al saber y al conocimiento. Siempre intento enseñarle esto a mis alumnos y pacientes: lo mejor que puede lograr de uno la Universidad no es la acumulación de conocimientos, sino saber adónde ir a buscarlos. Creo que hemos tenido el privilegio de haber obtenido ese aprendizaje a partir de los doce años de edad, quizá porque ya estábamos dentro de la Universidad de Buenos Aires.

Finalmente, quiero agradecerles por haberme escuchado, y agradecer a la historia vivida que hoy, después de veinte años, me dio la oportunidad de decir lo indecible.

Le dedico estas palabras a mi abuela, Madre de Plaza de Mayo, durante los últimos quince años de su larga vida.

Melibea Ruth Roffo

Julio de 2003