Autoridades, colegas, alumnos y ex-alumnos de este histórico colegio:
Los lugares fundacionales para la cultura de un pueblo, llámense templos, foros, universidades, colegios, yacimientos arqueológicos, tienen un rasgo de sacralidad que los destacan de entre otros no significativos. Piénsese por un momento en las emanaciones sulfurosas de la tierra que rodean al oráculo de Delfos, en la temible majestuosidad del Vesubio presidiendo la mítica entrada al mundo del más allá, en los pétreos cimientos de la catedral de Chartres que se asientan sobre las raíces del robledal de los Druidas. El rasgo de sacralidad de nuestro querido colegio, que no se ha movido de este predio en más de dos siglos, es la luz.
Cuando Juan José de Vértiz ordenó encender los primeros faroles de la ciudad, en las calles que rodean al edificio en el que hoy estamos reunidos, no hizo sino dar forma exterior a una luz que brillaba en el interior de esa manzana, que aún hoy llamamos "de las luces", desde hacía muchos años, al calor de los estudios humanísticos y científicos que en ella se desarrollaban, en un medio a veces hostil, a veces demasiado humilde, pero siempre con un entusiasmo que permitía avanzar a pesar de las adversidades. Las luces externas, las de los faroles del Virrey, vibraron al ritmo de las que impulsaron a Baltasar Maciel a darle forma institucional a ese lugar de reunión, de discusión, de lectura, de esclarecimiento ideológico. Y unas y otras iluminaron el camino de los porteños que no debieron ya irse lejos, a Córdoba, a Charcas, a Santiago de Chile o a España, para internarse en los vericuetos de la filosofía, las ciencias o las artes. Sobre esos cimientos se erigió el Convictorio de San Carlos, padre de nuestro Colegio, donde se gestó el pensamiento liberador de Mayo.
En ese preciso ámbito de sacralidad lumínica nació, ya con la patria independiente, la Universidad de Buenos Aires, desde la que proyectaron su luz Antonio Sáenz, Julián Segundo de Agüero, Diego Alcorta, antecesores de otros tantos grandes, como Ricardo Rojas, José Ingenieros, Bernardo Houssay y una interminable lista de personalidades, muchas de las cuales se formaron en este Colegio y prodigaron en él también sus enseñanzas.
La Organización Nacional vio en el Colegio un lugar privilegiado para la formación de las dirigencias políticas y culturales de una Argentina que se esforzaba - y a menudo lo lograba - en imitar a las potencias europeas. Los hombres del 80 que se formaron en esta institución - ¡cómo no nombrar aquí a Miguel Cané! - se empaparon del pensamiento positivista francés y construyeron un patrón cultural y educativo cuya vigencia no ha cesado a pesar del paso de los años y de las vicisitudes políticas, sociales y económicas. La luz encendida por Amadeo Jacques, renovada y enriquecida medio siglo más tarde por Juan Nielssen, es la que aún hoy nos ilumina.
Hace cincuenta años cursaba yo mi bachillerato y tenía el incomparable privilegio de oír las clases de quienes ya forman parte de la mitología del Colegio: Abilio Bassets, Antonio Pagés Larraya, Juan Pedro Batana, Diego Luis Molinari, Héctor Otonello... Cada uno de ellos con la luz de su especialidad en una mano, pero con la luz de un ideal humano en sus cabezas y en sus corazones, iluminando el camino profesional, cívico, personal, de cada uno de aquellos chiquilines que, sin saberlo y por la afortunada circunstancia de pertenecer a la institución, nos íbamos convirtiendo en espejos y en focos reproductores de tantas luces magistrales.
Pero los faroles de Vértiz eran apenas una señal para no tropezar en las desparejas calles de la noche porteña, cuyas sombras no podrían igualar jamás a otras sombras que se fueron apoderando de las calles, de las casas, de todos los objetos y finalmente de las vidas de las personas; y no en una manzana o en una ciudad, sino en todos los rincones del país.
Los ecos de dos guerras mundiales, la revolución rusa y el nazismo, la guerra civil española, los sucesivos golpes de estado en la Argentina a partir de 1930 y las sucesivas polarizaciones políticas en este mismo país, la revolución cubana, el cordobazo y los bastones largos, las renovadas esperanzas malogradas por la violencia y el autoritarismo, todo eso tuvo singular protagonismo en el examen, la discusión y la toma de posiciones de las autoridades, los docentes y los alumnos del Colegio en el último siglo de nuestra historia.
Y un día llegó la noche, y todo individuo pensante fue colocado bajo la lupa de la sospecha, y se nos dijo que el silencio era salud, y el miedo trató de enmudecernos, y el peligro de caer en la trampa del terrorismo de estado se hizo sentir en cada lugar y en cada momento. El Colegio, invadido por personajes siniestros, vigilado por trágicos carceleros, ultrajado por déspotas degradantes, pagó su pesado tributo con las vidas de esos chicos que jamás hemos vuelto a ver. Tributo de una conducta que puso luz donde había sombras, que puso palabra donde había silencio, que optó por la vida en el siniestro juego de la muerte.
"Veinte años no es nada" dice la letra de un viejo tango. En esos veinte años fue creciendo la democracia, como una criatura inocente, tierna, acosada por todos los peligros y por todos los miedos. Ustedes, que vivieron el horror y despertaron de la pesadilla juntamente con su graduación en el Colegio, son guardianes celosos de esa criatura a la que ayudarán a desarrollarse y convertirse en adulta, segura y fuerte.
Dice Leopoldo Lugones que, desde los lejanos e inciertos tiempos homéricos hay una antorcha encendida que va pasando de mano en mano. Muy pocos, tal vez, saben de dónde viene o hacia dónde va esa antorcha, pero su paso determina el sentido de la tradición, de la cultura, de la historia.
Hoy cada uno de ustedes, cada uno de los que alguna vez pasamos por las aulas de este viejo Colegio, tiene en su mano aquella antorcha, enriquecida con la luz de Vértiz, de Maciel, de Jacques y de Nielssen. Creo que todos sabemos de dónde viene y hacia dónde va. Es responsabilidad nuestra, de los que egresamos hace medio siglo, de los que egresaron hace apenas veinte años, y de los que todavía pueblan cotidianamente estos claustros, mantener encendidas esas antorchas y hacer que su luz impida, para siempre, que las tinieblas se adueñen de nuestras calles, de nuestras casas, de nuestras vidas.
Profesor Alfredo Fraschini